Para la inauguración del túnel de la Línea este viernes habrá una fiesta en Colombia, pero lo que se celebra es la terminación de un parto tortuoso.
«Vamos a festejar un proyecto que debió haberse terminado hace al menos 15 años», dice Germán Pardo, presidente de la Sociedad de Ingenieros. «No debemos ver esto desde la épica, hay que verlo como una pasión de Cristo, porque fue un proceso muy sufrido».
Desde hace al menos un siglo ha existido en Colombia la ambición de atravesar la Cordillera central y así conectar el centro del país con el océano Pacífico.
Con ello se abriría una puerta comercial hacia Asia para un país de enorme potencial exportador, se evitarían parte de los accidentes que ocurren a diario por tener que subir hasta el pico de la montaña y se les ahorraría tiempo, mucho tiempo, a los colombianos que fueran por tierra al occidente del país.
Solo hasta el siglo XXI el Estado lo apostó todo a la construcción de este túnel, pero han sido 11 años de atrasos, escándalos de corrupción y espera, mucha espera.
Si se compara con icónicos túneles de la historia de la humanidad, la construcción de la Línea, que ahora se convierte en uno de los más largos de América, tardó lo mismo que demoraban las obras en el siglo XIX: 0,7 kilómetros por año, según analiza Pardo en un estudio que presentó a la Asociación Internacional de Túneles (ITA).
De 8,6 kilómetros de largo y a 2.400 metros sobre el nivel del mar, el túnel de la Línea promete acelerar la velocidad promedio del cruce de la Cordillera en un 230% y reducir el tramo en 21 kilómetros.
Desde la Colonia, el Estado colombiano ha intentado instalar un solo modo de transporte para conectar sus diversas regiones: barcos, trenes, aviones y vehículos se han enfrentado entre ellos más que complementado dando como resultado una fragmentación con implicaciones económicas, culturales y políticas.
«La diversidad de la producción en cada región exigía un modo de transporte distinto para cada una», explica Enrique Ramírez, un veterano experto en economía del transporte. «Un tren no sirve para recoger café, así como un camión no puede transportar banano eficientemente».
Quizá un poco tarde, entonces, el túnel del Alto de la Línea llega para conectar a un país de países que lleva siglos intentando articularse.
Una solución para un país fragmentado
La Cordillera de los Andes, que nace en el sur de América, se desparrama en su última fase.
En Colombia, la cadena montañosa se convierte en tres sierras que separan a las selvas, desiertos, sabanas, altiplanos y costas pacífica y caribeña del país.
Pero la riqueza de la geografía de Colombia, el segundo país más biodiverso del mundo después de Brasil, es también un dolor de cabeza: un obstáculo para el transporte, el desarrollo y, según historiadores, la construcción de una identidad nacional.
Por eso es que, además de los escándalos que lo hicieron famoso, el túnel de la Línea es tan simbólico: porque promete conectar a la capital, Bogotá, con el puerto que despacha más de la mitad de las exportaciones, en Buenaventura.
El primer proyecto que intentó cruzar la Cordillera tiene fecha de 1913. Después hay registros de 1929 y 1950. Todos se archivaron y el tramo quedó ceñido a una carretera varias veces reformada que debe subir a 3.400 metros sobre el nivel del mar y donde se producen un promedio de 200 accidentes al año, según cifras oficiales.
Cuando a principios de este siglo se decidió retomar el proyecto, un estudio encontró que la Cordillera central tiene ocho fallas geológicas de particular complejidad y que un tercio del túnel tendría que ser construido en esas grietas de la corteza terrestre.
Ante la incertidumbre sobre la viabilidad de la obra, el gobierno colombiano decidió hacer un túnel piloto cuya construcción empezó en 2005 y terminó en 2008. Se pudo. Y en 2009 la obra del túnel principal se adjudicó a la Constructora Carlos Collins S.A, de origen colombiano.
Avances lentos, incumplimientos en el contrato y sobrecostos hicieron que en 2016 la obra se abandonara. Dos años después, el gobierno de Iván Duque la adjudicó a un nuevo contratista que retomó labores.
La justicia no ha esclarecido lo que pasó, pese a que medios locales han reportado sobrecostos de hasta 500% (el total de la obra fue de US$750 millones) y una trama que hizo parte del llamado «cartel de la contratación», un caso de corrupción que dejó alcaldes y empresarios en la cárcel a cuenta de obras públicas fallidas y mal adjudicadas.
«Se demoraron 15 años haciendo el 55% y este gobierno en dos años va a entregar el 44%», presumió Duque recientemente.
Pero muchos le respondieron que, en 2016, cuando una interventoría estatal investigó los fallos de la obra, estimó que restaba un 12% de construcción.
«Nosotros construimos sobre lo que encontramos», dice la ministra de transporte, Ángela María Orozco. «(Los gobiernos anteriores) Se equivocaron de contratista, pero eso se lo dejamos a los jueces; lo que nosotros hicimos fue articular empresas, gobernaciones y contratistas de manera eficiente usando lo que ya había».
«Esta obra no es del gobierno, es de los colombianos«, señala a BBC Mundo.