En 2011, la vida de Joao Pereira de Souza cambió para siempre. Con un pasado como albañil, el hombre de 71 años disfrutaba del sol cerca de su casa, en la ciudad de Isla Grande, Río de Janeiro, cuando vio en las costas de la playa de Provetá a un pingüino empetrolado y desnutrido a punto de morir.

Joao lo llevó a su casa, le dio de comer y un nombre: DinDim. Lo limpió y lo cuidó durante 11 meses, hasta que el animal recuperó sus fuerzas como para volver a su hábitat natural. Sin embargo, el lazo que se había formado entre ambos fue tan grande que varios meses después DinDim volvió junto a su salvador.

El ritual se repitió durante ocho años consecutivos: de junio a febrero, DinDim vivía con Joao, para luego regresar con los de su especie. Esta historia, que luego de un especial de Globo TV de 2016 tomó alcance mundial, es la base de Mi amigo el pingüino, coproducción protagonizada por Jean Reno y dirigida por el brasileño David Schürmann.

La idea original, poderosa en sí misma, se complejiza por cuestiones dramáticas con hechos que nunca sucedieron. Como una tragedia como punto de partida y posterior metáfora de las acciones del protagonista, o personajes creados especialmente para dotar al film de un conflicto (aunque muy menor) que agregue otras aristas a la trama.

Entre estos últimos se destaca el equipo de biólogos que, desde las costas argentinas, descubren el fenómeno en torno a DinDim -interpretados por los argentinos Alexia Moyano, Nicolás Francella y Rochi Hernández-. Si bien su participación es breve y no aporta demasiado, funciona a la hora de sentar las bases de la opinión de la ciencia sobre mantener animales fuera de su hábitat, polémica que en su momento también alcanzó a la historia.

Destaca en el guion escrito por Kristen Lazarian y Paulina Lagudi Ulrich la necesidad de apartarse del suceso central lo menos posible, ofreciendo una película tan simple y amable como las vivencias que subyacen en dos seres perdidos que se encuentran, se acompañan y se tienen el uno al otro. No habrá sorpresas ni golpes de efecto más allá de un par, mínimos e indispensables para abrir y cerrar la historia.

El resto será de un devenir tan placentero como las aguas que bañan la playa donde transcurre la acción. Siempre y cuando, claro, el espectador supere el malestar inicial de ver una película ambientada en Brasil, con personajes del lugar y una historia local hablando en inglés, y mechando algún que otro término o canción en portugués, para “dar el ambiente”. Peor todavía cuando uno se acuerda de que Jean Reno es marroquí con ascendencia andaluza, condición que no desmerece en absoluto su trabajo. Apenas unos pocos cambios en su mirada alcanzan para entender lo que pasa por la cabeza y el corazón de su Joao, un hombre que trastoca un dolor contenido en redención, de manera casi imperceptible.

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